27 noviembre, 2006

Cotidiana I

Cuando pago el alquiler al viejito dueño de la casa que habito siento la irremediable sensación, mucha más que otras veces, de ser un boludo alegre. El viejito, que ya se encuentra en avanzadas tratativas con la muerte, cuenta mi dinero con una morbosa avidez adolescente y me extiende el recibo que guarda celoso en un pequeño bolsillo de su camisa. En ese momento, los papeles se invierten y con el cambia manos del dinero él de pronto es joven y arrogante y yo soy un pobre tipo, solo, cansado e irreparablemente triste. El efecto dura un par de horas, lo siento silbar en el patio y regar sus plantas, subir y bajar las escaleras, hacer ruidos inexplicables con latitas y botellas mientras yo me pongo a pensar sobre el sentido de la vida, lo que hice de mí, lo que me costó hacer de mí lo que soy – yo que tenia un destino peraltado al decir de Ortega y Gasset- y ahora estoy mascullando un odio tremebundo contra la propiedad privada. Me tengo que vestir y salir a la vida, al trabajo, a renegar entre parias por un mango miserable que debo imperiosamente juntar por que dentro de treinta días tengo que volver a tocar ese timbre y volverme a enrocar con el viejo.

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